Tuesday, January 30, 2007

Tokio.

Las luces de los imponentes rascacielos de Tokio provocaban que el cielo se viera más claro en la medida en que las nubes que soltaban la copiosa lluvia se hacían más densas y reflejaban toda la energía lumínica de la gran metrópolis. Toda una selva de vidrios y aleaciones metálicas se asomaba ante los ojos de quien quisiera apreciar el espectáculo. Parecía así como una montaña de edificios, agrupados uno junto a otro, casi sin dejar espacio para las calles, los semáforos y los millones de personas entre habitantes y turistas que recorrían los más recónditos lugares. El cemento reflejaba los focos de los buses, automóviles y los cientos de carteles luminosos que llamaban tentadoramente a comprar determinados productos. Cientos de modelos de cuerpos esculturales brillaban sobre el reflejo de los pequeños ríos que en algunas zonas hacían de calles. Las vitrinas dejaban ver toda la majestuosidad de los más elegantes trajes para damas y distinguidos caballeros, que a la vez se traslucían por entre los ventanales de los más exclusivos restaurantes de la ciudad.

Kenji llevaba todo el día recorriendo la urbe. Iba con los audífonos de su reproductor musical puestos, sin tomar en cuenta a nada ni nadie más allá de lo que era para él en ese momento: la más deprimente escenografía que alguna vez hubiese visto. Como cualquier día se había levantado para ir a trabajar, luego de una ducha y el correspondiente desayuno, se había dirigido a la estación de metro y después de veinte minutos ya estaba frente al rascacielos de 67 pisos, que en lo alto de la cristalina puerta giratoria cargaba con el nombre de su compañía <<TOKIO INFORMATIC SYSTEMS, INC>> “la empresa líder en el rubro de los sistemas e implementos informáticos” según su propio jefe decía siempre. Llevaba cinco años en el mismo trabajo. Cinco años en el mismo cubículo de cuatro paneles con una salida, con las mismas desteñidas fotografías de su perro, de su madre, y de su amada esposa, Yuki. Hacía cuatro meses que entre los dos las cosas no andaban bien. Kenji sospechaba que ella le era infiel. “ no puedo culparla” pensaba para sus adentros-“ trabajo los siete días de la semana por diez horas cada jornada”. A decir verdad, le impresionaba el hecho de que ella aún no lo hubiese dejado.

Cuando se encontraba justo frente al edificio, una sola idea pasó por su cabeza, llevaba meses planeando una estrategia con la que él quedaría libre de seguir en la presión que llevaba sobre los hombros, y que además le daría a su amada Yuki un respiro económico al menos durante un buen tiempo. Sacó con calma su celular, miró la hora en la pequeña pantalla de cristal líquido y dio media vuelta en dirección a la vereda del frente. En ese momento comenzó su travesía por el imponente Tokio. Miraba a sus lados, las caras de toda esa gente que iba de un lugar a otro, con preocupaciones, molestias, con el estrés de haber despertado a cumplir con su rutina.

Luego de una hora de andar llegó al gran mercado central, en donde, al igual que miles de banderas, los techos de tela de los diferentes puestos asomaban con variados colores, lacios a voluntad de la suave brisa que llenaba el aire. Escuchaba los gritos de los miles de comerciantes ofreciendo desde joyas de fantasía y ropa interior, hasta pescado fresco. Los bambúes que soportaban los toldos lucían enmohecidos, corroídos por el paso de los años que llevaban la mayoría de los comerciantes ofreciendo sus mercancías ahí. Caminó por las callejuelas atestadas de gente que evaluaba los productos en busca de la mejor alternativa y callejones con pozas de turbia agua, llena de etiquetas, trozos de frutas y colas de pescado. Una especie de caldo fétido se difundía por el aire y le llenaba los pulmones a cada inhalación. Los carniceros, con sus delantales y cuchillos empapados en sangre, tanto seca como fresca, le salían al paso con sonrisas desgastadas, curtidas por el tiempo y faltas de dientes, intentando vender lo que fuera, al precio que fuera. Una vez atrás el mercado, un largo sitio eriazo, con el suelo lleno de una fina capa de agua y paredes de concreto, le daba la bienvenida al lugar que pocos turistas visitaban en aquella urbe: los pabellones casi infinitos de bloques de diminutos departamentos, en los que vivían los más desposeídos de la gran ciudad. Caminó por uno de los pabellones, sintiendo esta vez hasta el más ínfimo de los sonidos. El lugar parecía tan ignorado por los demás, que daba la impresión de que hasta el ruido del progreso se negaba a entrar. Se encontraba rodeado de herrumbrosas murallas de concreto, en varias partes parchadas por tablas podridas y latones oxidados, que dejaban caer su anaranjado rastro sobre los rincones en que terminaba el muro y comenzaba lo que alguna vez fue una calle. Miles de cordones colgaban de lado a lado, sosteniendo ropas que goteaban casi llorando su deterioro, a la vez que, como ramas cortas de un tronco principal, un bosquecillo de antenas también deterioradas asomaban en un intento de captar de buena forma las señales de los diferentes canales, para quienes tuvieran televisión. “y somos un país desarrollado” se dijo a sí mismo el joven oficinista. De pronto sintió el trueno furioso de las turbinas de un avión, que inmenso en su majestuosidad parecía sobrevolar casi rozando los techos de las alicaídas viviendas.

Llevaba casi medio día caminando. Hacía ya dos horas que había abandonado la repelencia de aquel pantano de cemento y latas donde pasó. En su cabeza daban vueltas miles de ideas, preguntas, historias por él mismo inventadas y por sobre todo, la ejecución de su plan. “déjame disfrutar de este día, que ya va a acabar” se decía en un tono desafiante. Vio a su lado a una pareja de jóvenes enamorados que se besaban sin pudor alguno frente a los ojos de los jubilados ancianos, que a pesar de simular cierta incomodidad y comentar lo que para ellos era una falta de respeto, en sus adentros revivían por algunos momentos la sensación de las carnes apretadas y la suavidad de los muslos y las partes más íntimas que habían tocado y recorrido ellos en su vida. Más allá, la música y el jolgorio se apoderaban de una avenida, por donde pasaba un carnaval en honor a la festividad de algún sagrado dragón protector. Una fila de hombres cubiertos con una roja tela adornada de hilos de plata y oro, se movían de un lado a otro mientras el primero de la hilera sostenía y sacudía anímicamente la cabeza de un dragón de ojos saltados, bigotes amarillos y prominentes colmillos. Una lluvia de papeles picados caían desde algunas ventanas y cientos de niños corrían con cintas de colores alrededor de los carros alegóricos más variados: samuráis, estatuas e imágenes de divinidades, animales mitológicos y pantallas que pasaban imágenes varias. Kenji decidió ignorar por el momento el espectáculo- más tarde me los encontraré denuevo- pensó, mientras volvía la cabeza hacía otra calle, que según el sabía le llevaría a una estación del metro, por la que podría llegar a un cerro desde donde apreciar el atardecer de Tokio.

Una vez en el tren, se maravilló depresivamente contemplando las majestuosas estructuras que asomaban mientras el tren pasaba por sobre el nivel del suelo en algunos fragmentos del trayecto. Vió a lo lejos el puerto, sembrado de pequeñas y medianas embarcaciones pesqueras a un lado, rodeadas estas de neumáticos desechados que amortiguaban los pequeños golpes que a veces éstas se daban contra el pavimento del puerto. Incontables mástiles asomaban en diferentes direcciones, con redes colgando, banderas corroídas o gastadas y antenas no menos deterioradas que giraban sobre su eje en busca de tormentas o embarcaciones en camino. Por la otra parte y más alejados se encontraban todos los grandes buques de transporte, con sus plomizos containeres metálicos, llenos de letras y nombres tanto en japonés como en inglés. Cientos de banderas de los países más lejanos del mundo flameaban a merced del viento reinante mientras una serie de grúas, como brazos de un gigante arácnido se posaban sobre las cubiertas sacando de a poco la carga de las embarcaciones. Ningún detalle escapaba a los ojos de Kenji. El movimiento del mar, las gaviotas que volaban en círculos a la espera de capturar algún desperdicio olvidado por el hombre, las manchas de algas que se dejaban llevar esparcidas en el mar, el oxido que tanto a barcos como al mismo puerto iba carcomiendo poco a poco, con la paciencia del tiempo a su favor, los edificios que se comenzaban a elevar a escasos metros del límite con el océano. Todo le entraba al cerebro en conjunto, todo se volvía un ingrediente más en ese nublado día, que para Kenji no era más que el final de una larga travesía.

Aparte de todo el paisaje que estaba apreciando, una y otra vez Kenji repasaba los pasos a seguir en su plan. Sabía que si era descubierto, todo iba a ser en vano, y que al final de todo el acabaría muerto sin sentido alguno, y su amada Yuki no recibiría un céntimo por la desgracia de perder a su esposo. El suicidio era un recurso muy utilizado en esas tierras, y por lo mismo las compañías de seguros sabían perfectamente qué debían hacer y cual era todo el procedimiento a seguir ante una nueva muerte, para así descartar toda posibilidad de un fraude en búsqueda de salvar a alguna familia de la pesadilla de las deudas contraídas. El joven Kenji había estado meses planeando su muerte. Cómo lo haría, en qué momento y lugar. El día había llegado. "ésta es la posibilidad de ponerte a prueba, después, todo será mejor, para tí, para tu madre y para Yuki. Yuki..." los ojos se le llenaron de lágrimas, mientras las puertas de metro se abrían de par en par para vomitar una oleada de gente y recibir de paso a unas cuantas más en sus vagones. Sus pasos eran lentos al dejar la barriga de aquella serpiente metálica. Miró los carteles en busca del que necesitaba leer. Ahí estaba, frente a el, con letras amarillas y bordes negros el colgante que él buscaba. MIRADOR TANURI-SAN, 300 MTS. Una flecha rosa indicaba el camino a seguir. El sabor del arrepentimiento le comenzó a llenar la boca. “aún puedes cambiar de parecer” le dijo la voz de Yuki, reproducida imaginariamente por su cabeza, como si en realidad ésta estuviese ahí junto a el rogándole por que no lo hiciera. Cerró fuerte los ojos para evitar que cayeran las lágrimas que querían asomar, se pasó la mano por una mejilla en busca de la única gota que había logrado escapar y luego, prendiendo un cigarro emprendió la marcha.


A cien metros de la cima del camino, vio pasar nuevamente el carnaval del dragón frente a él. Ya era pleno anochecer, por lo tanto ahora el carnaval llevaba una escolta de lo que parecían ser algún tipo de sacerdote, con bengalas rojas entre ambas manos, además de hileras de cables con ampolletas de variados colores posadas en cada carro, que daban un aspecto menos tétrico al dragón y a sus divinidades vigías. Hacía cuatro horas que la lluvia había comenzado a caer, sin embargo el entusiasmo de quienes veían y participaban del carnaval no había cesado en lo más mínimo. El cemento de la calle reflejaba las bengalas, y el agua acumulada permitía que, entre millones de círculos pequeños formados por cada gota, asomara la forma difusa del dragón, y de un fragmento de la parte interna que los demás no podían ver mirando a la bestia de frente. Cuando hubo recopilado toda la información de lo que veía, Kenji dio media vuelta y continuó su ascenso por el camino turístico del mirador Tanuri-San, habitualmente lleno de turistas deseosos de ver el progreso del imponente Tokio reflejado en sus edificios y luces de todos los colores y ritmos de funcionamiento; sin embargo, como estaba lloviendo fuerte, los tours programados habían sido cancelados, y Kenji apenas si se encontró con un pordiosero recostado a un lado del camino, cubierto de cartones y tiritando notoriamente a causa del frío.
Faltaban sólo unos metros. La cornisa de ladrillos decorada con flores estaba prácticamente a sus pies. A duras penas había podido encender otro cigarrillo, mientras sus empapados anteojos dificultaban la visión del escenario que tenía en frente. Antes de hacer nada, Kenji sintió un nudo en la garganta que casi le dificultaba la respiración. Miró al cielo nublado por unos instantes y recordó todos los momentos de su vida que para él guardaban algún valor: vio a su madre cocinando para el cada vez que éste la visitaba en su ruinoso apartamento de los suburbios. Recordó la imagen de su amada Yuki el día en que se casaron, las promesas que ambos se hicieron y los proyectos que tenían…recordó los consejos de su suegro, el respetable millonario Kosiuke Yasakawi, dueño de la próspera Tokio Informatics systems Inc. Y de la compañía de seguros en la que figuraban tanto él como su esposa. Sabía que tenía que hacer lo que lo había llevado hasta ahí. La última pelea de Yuki con su padre había terminado en la deshonra de este último, que en un gesto de furia la había borrado de su testamento, pero había olvidado sacarla de la cartera de clientes de la compañía de seguros. " Espero que entiendas mi amada, que no existe más alternativa que ésta" pensó Kenji. Sin duda la principal motivación para hacer lo que iba a hacer era asegurar el bienestar de su esposa, pero había también otra razón: su cabeza no daba más. Cada día que pasaba, sentía que se volvía un poco más loco. Todo lo que hoy había visto en su recorrido era el escenario de su vida, y no veía más alternativa que esa en cada amanecer, cada tarde y cada anochecer. La rutina lo estaba llevando a odiar a sus cercanos, a rechazar el sexo con su esposa, a golpear a su mascota sin razón aparente y a detestar todo cuanto le rodeaba. Ahora que tenía ante sí todas las estructuras del Tokio que lo vio nacer, se preguntaba cómo era posible que millones de personas estuviesen tan mecanizadas como para seguir con sus rutinass, día tras día, sin exigir aunque fuera un poco más de sus existencias.

El momento de ejecutar su plan había llegado. Con cuidado sacó de su bolso un zapato que había guardado hacía unos meses, cuando estaba planeando su muerte. Lo puso sobre un charco de barro que había en el lugar y lo dejó ahí hasta que lo volviera a necesitar, no sin antes presionarlo con fuerza para que el barro manchara toda la suela. Se sacó la camisa que llevaba y la apoyo en su hombro. Luego venía la etapa de los golpes. Miró a uno y otro lado para ratificar que nadie había ahí observando el espectáculo, y de una buena vez se asestó primero un puñete en la nariz. Sintió de a poco como una gota tibia salía de su nariz, mientras el paladar detectaba un sabor cobrizo y cálido. El segundo puñete fue a dar directo a sus anteojos. Las esquirlas de los vidrios rotos se acomodaron en las arrugas de los párpados y sobre sus mejillas, mientras el marco solitario caía frente a él. Hubo dos puñetazos más. uno le quebró un diente, y el último, con toda la fuerza que le quedaba le trisó una costilla según diría mas tarde el forense de la policía. Apenas se recuperó de los golpes que se había dado, tomó la camisa y el zapato, y con la prenda de ropa extendida en su estómago marcó la huella del calzado en lo que correspondía a la espalda de la pieza de blanca tela. Se volvió a poner la camisa, y cumplió con la penúltima etapa de su plan. Con los ojos abiertos todo cuanto podía y respirando trabajosamente, buscó un lugar un tanto apartado y después de media hora de escarbar enterró el zapato, tapándolo con barro a nivel del suelo y colocando con lo que le quedaba de fuerza una piedra de grandes proporciones sobre el lugar. Ahora sólo faltaba el acto final. Se colgó el bolso al hombro sin antes rajar un poco algunas de las costuras, y puso los pies al borde de la cornisa de ladrillos. Pensó por última vez en Yuki, miró al cielo, sintiendo como en su boca abierta se diluía el sabor de la sangre en la medida en que le entraban las gotas de lluvia, bajó la vista hacía la selva luminosa que era Tokio y con un suspiro se impulsó al vacío frente a él, desde la parte mas alta del mirador. Casi no hubo dolor, el primer golpe se lo dio en la nuca contra una roca que le rozó en su camino a la extinción, luego, solo fue un sonido más y la nada aboluta…


Yuki esperaba a Kenji con preocupación. Nunca se retrasaba, pero justo esa noche en que ella le iba a comunicar una buena noticia después de toda una mala racha, su esposo se atrasaba hasta el momento por cuarenta minutos en arribar al hogar. El olor de una sopa de algas y arroz llenaba el apartamento, y las velas que había comprado esa tarde para la ocasión ya estaban a la mitad. Quería que fuera el primero en saber, a pesar de las ansias de contarle a su padre la buena noticia, en busca de la posibilidad de que este la perdonara y la reintegrara a la familia. Cuando el teléfono sonó dos horas más tarde, las velas ya no estaban y el olor de la sopa había cambiado a la fetidez ahogante del arroz quemado en el fondo de la olla. No pasaron más de dos minutos antes de que Yuki sintiera que el mundo a sus pies se remecía de dolor y de impacto. El florero que tenía al lado tambaleó y calló al suelo víctima de un golpe de Yuki, que se desvanecía presa de la gravedad y la inconciencia, incapaz de soportar la noticia.


En menos de seis horas, Yuki había vivido los dos extremos más apuestos de la emoción humana. La idea de un nuevo integrante en la familia le había llenado el corazón de alegría y euforia, además de esperanzas de una nueva oportunidad en su relación. El impacto de saber que Kenji yacía sesenta metros bajo la cornisa del mirador Tanuri-San le había robado esas esperanzas, junto con las ganas de vivir y de recibir a la nueva vida; simplemente, no sabía vivir sin su amado, y no quería saber lo que era estar sin él.


Las pruebas eran concluyentes. Kenji Sawakani había sido víctima de un asalto. El o los asesinos habían intentado robarle su bolso y, al ver que el joven oponía resistencia, le habían propinado una golpiza dejándole rota la nariz y un diente, además de haberle trisado una costilla, razón por la que seguramente la víctima había quedado en un estado de semi- inconciencia, incapaz de defenderse. Los asaltantes, en un arranque de furia, y despreocupados del motivo inicial del acto que era robar el bolso de mano, le habían empujado por el barranco dándole una patada en la espalda, con la fuerza suficiente para que Kenji, sin capacidad de reacción, cayera por la cornisa y falleciera de forma casi instantánea debido al impacto con las rocas que abajo se encontraban. El informe lo había redactado la policía, y lo había hecho llegar a las oficinas del seguro que cubría a Kenji Sawakani, donde había sido estudiado y finalmente aprobado. La esposa de Kenji, Yuki Yasakawi, recibiría una pensión según lo estipulado en el contrato contraído entre el joven y la empresa, de una cantidad suficiente para vivir sin lujos, pero al menos con lo que necesitaba y sin deudas.

Ante todo lo ocurrido, el padre de Yuki corrió en su auxilio, disculpándose por abandonarla en algún momento, ofreciéndole todo su apoyo y prometiendo todas las facilidades a su nuevo nieto en camino. A pesar de que Yuki le disculpó, decidió no aceptar la ayuda económica que su progenitor le había ofrecido. Ante la reacción, el padre preguntó por qué sin recibir una explicación. La verdad era que Yuki, en su dolor y desconcierto, una de las tantas noches en que revivía a su amado esposo a costa de fotografías y enseres personales que aún conservaba en el velador, había encontrado una carta, que en breves líneas explicaba todo lo que a su difunto esposo le sucedía, y todo lo que había planeado hasta el último paso. Yuki, sin justificar tal acto, amó aún más al que fuera su compañero de vida, y se prometió vivir de aquella pensión más lo que ella pudiera ganar, sin recibir un peso más de parte de nadie.

Gracias a Kenji, Yuki recibía un dinero fijo todos los meses; gracias a Kenji, el hijo que en honor a su padre recibía el mismo nombre, pudo optar a una educación de nivel, y estudió en las mejores universidades dadas sus capacidades intelectuales. Gracias a Kenji, Yuki y su padre jamás volvieron a trenzarse en una discusión de grandes proporciones; gracias a Kenji, Yuki había tenido que buscar un trabajo en cuanto su hijo tuvo la edad suficiente, volviéndose esclava de un horario y transformando en uno de sus escenarios recurrentes un cubículo de cuatro paneles con una salida, con la foto de su perro ahora muerto, su padre, su hijo y su difunto esposo. Gracias a lo que había hecho Kenji, ahora Yuki se encontraba con la vista perdida en el horizonte, sintiendo la lluvia caer por entre los pliegues de la piel de su rostro mientras observaba el progreso del gran Tokio reflejado en los interminables gigantes de hierro y vidrios, que con sus luces parecían despedirla. Gracias a su amado Kenji, ahora era Yuki, desgastada por los años, la que apoyaba el primer pie en el borde de la parte más alta de la cornisa del mirador Tanuri-San.

2 comments:

Coo* said...

todavia estoy pega con lo de kenji ... me temia en un comienzo lo de la idea y del seguro, quizas por que molestamos a mi papa para que haga lo mismo.


saludos :)

Gianfranco said...

disculpa la insensibilidad pero... al final no vuelan como en "El Tigre y El Dragón"?

bueno ya te dije lo que opiba x msn, es decente, no es fome, pero es lento, y el final podría haber sido abierto para mantener el estilo japonés. Plantéate lo del final fuera de webeo.